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ISSN 1989-4163

NUMERO 114 - VERANO 2020

 

El Día Después del Día del Fin del Mundo

Francisco Gómez

Desperté. Mis ojos se abrieron a la luz. La luz seguía y mis retinas percibían su cálido, su amoroso contacto con la piel. Era hermoso contemplar cómo la luz bañaba tersa, acariciante mis pupilas, los párpados, las pestañas, mis labios que tanto habían amado y tantas veces habían sido derrotados.

 La luz, esa presencia armoniosa y misteriosa que nos acompaña en tantos instantes: la primera luz a la vida, la luz madre en compañía de los juegos de la infancia, la luz a la caída de la tarde cuando ella nos esperaba ansiosa a las puertas de su postigo. La luz crepuscular roja y grana, amarilla, verde acuosa con los últimos suspiros del atardecer.

 Mis ojos guiados por la luz dirigieron su mirada a los objetos amados, referenciales, que habitaban mi templo. Los libros ordenados, apilados, amontonados que dirigían mis lecturas por las edades de la vida. Las fotografías amadas que inspiraron tantos momentos en diferentes estadios. Los amigos de la infancia y Perla en primer plano, los compañeros del instituto que luego surcaron vuelos divergentes en viaje por tierras desconocidas, aquellos que nos juramos amistad eterna y luego se disolvieron con el azucarillo de los días, hoy sombras de lo que fueron. Desconocidos cuyas biografías se perdieron con el transcurrir de los relojes. Las instantáneas con las primas en el pueblo mítico, reflejo de otro desastre de la edad y los calendarios sucesivos. Las fotos de Ella, siempre Ella, a la que mis ojos buscan siempre la primera mirada.

 Respiraba. El aire seguía siendo respirable y lo aspiraba con ansia no fuera a cortarse en cualquier  traidor momento. Esta inmensa maravilla de las primeras visiones de la mañana, este suculento goce de olfatear las iniciales esencias de la madrugada.

Mi cuerpo respondía. Mis ojos, mis piernas, mis brazos, mis labios, mi sexo estaba vivo y el mundo seguía a mis pies esperándome, esperándonos.

 

 Los terribles pronósticos no se habían cumplido y nuestro cuerpo en llamas inauguraba el día después del día del fin del mundo. Aquellas eventuales penalidades que auguraban los calendarios extintos de civilizaciones matemáticas no se habían cumplido.

 El sol había vuelto a salir. La luna se retiraba a sus aposentos y las fragancias cotidianas asaltaban el ambiente como si nada hubiera ocurrido. Los mismos olores, las mismas fritangas de los vecinos del tercero, los iguales ronquidos del vecino contiguo. Los motores repetidos rompiendo el armisticio de la calma, las motos currantes devoradoras del asfalto.

Yo seguía allí. Vivo. En carne, hueso y sangre mortal. Tratando de superar mis ansiedades y las velocidades del corazón en latidos anormalmente vertiginosos de mi organismo agitado por las lúgubres  ínfulas de los presagios incumplidos. Intentando serenar las velocidades de mis arterias que corrían raudas en todas direcciones, prodigios de mi sistema ansioso que me catapultaban a extrañas enfermedades.

Ya notaba extrañado que a medida que se acercaba el momento, las cosas parecían seguir estando iguales. La luna no se caía de su sitio, los ángeles trompeteros y apocalípticos no aparecían por ninguna vereda del cielo y el sol no nos mandaba sus últimos y definitivos dardos devoradores. No avistaba ningún meteorito del espacio exterior en forma de armagedon y la tierra no se fracturaba en miles de separadoras y profundas grietas.

 Los hombres seguían a la suya, a sus negocios, sus envidias, sus competencias y algunas de esas gotas de esa sustancia inteligible y necesaria llamada amor. Yo seguía allí tumbado en mi cama mirándolo todo. El día del "The end" decidí  acostarme y pensé: "Si me pilla todo que sea durmiendo".

 

Amaneció. Desperté. Allí seguía todo. Decidí tratar de bajar los niveles de tensión interna. Deseaba apaciguar ese manaltial de fuego e inquietud que atravesaba  mi cuerpo desde el cerebro hacia la columna vertebral y desembocaba en los miembros inferiores que me picaban como

 

hormigas enloquecidas que corren de aquí para allá sin un coronel que las organice y dicte el paso, donde sea, pero una dirección mínima y no la desbandada en huida por todas las arterias y venas del organismo con índices de nerviosismo en tensión decreciente.

Decidí volver al trabajo. La ceremonia de quitarme el pijama, ducharse, vestirse, asearme, lavarme los dientes, mirarme al espejo un poco más mayor con valientes canas blanqueando mis sienes y mi barba. Algunas nacientes arrugas en el frontal de mi cara. Un hombre en franca retirada de la eterna juventud. Observarme y saber que el tiempo seguía pasando, que ya no era aquel joven que iba a comerse el mundo, que ya no era el tipo ambicioso que sería la imagen referente de todas las miradas, el escaparate donde verse reflejado, que mi historia, los proyectos personales no aparecerían en los manuales y muy probablemente andando los días me habría convertido en un tipo indiferente a los ojos de la gente, quizás un tratamiento que yo también empezaba a concederles.

Un hombre sin provecho que no iba a ninguna parte. Ni al hipotético futuro de unos besos a media tarde que le estuvieran esperando con los labios y los brazos abiertos para protegernos de la densa oscuridad de la noche cuando las luces se apagan y se encienden los interiores, aquellos pilotos que nos hacen tantas preguntas con los ojos extrañados ante el espectáculo de los sueños rotos y las promesas incumplidas, salpicadas con algunas cucharadas de felicidad.

   

        Sigue tu camino, hombre contemporáneo

        Eres fiel reflejo de tu tiempo

        el que te ha tocado vivir

        Disfruta tus alegrías y penas

        como parte necesaria de tu equipaje

        Sigue y marcha a trabajar

 

A veces, dentro de mi cabeza, alrededor de los laberintos de mis tímpanos, caminando por

 

mis circunvoluciones cerebrales, escuchaba como un rumor de voces, unos grillos que me susurraban cosas, consejos, advertencias, posibilidades.

Alguno pensaría que estoy paranoico, esquizofrénico, como algunas personas que conozco y son excelente gente, material humano de primera calidad en una s(u)ociedad  envilecida, indiferente, encanallada. Buenas gentes que pisan la tierra que caminan todos los días con el mismo itinerario, una rutina no por repetida menos necesaria. obligados por sus circunstancias pero que ellos llevan con alegría, palabra tan necesaria para recorrer las calles y plazas, para despertar la sonrisa a los viajeros del camino, como nosotros.

  

 Vuelve al trabajo. El mundo sigue adelante

y tú con él. Tú eres una de sus piezas

Cumple con tus ritos

Devuelve la alegría que te regalan

 

Llegué al centro laboral. Abrí las puertas. Los gatos, aquellos misteriosos habitantes de las estancias esperaban su mañanera ración de pitanza. Observaban desde sus ojos poliédricos mis evoluciones en el recinto. El acto de abrir puertas y ventanas. Que la luz benefactora saludase y besase las paredes del edificio, los armarios, las pizarras, los ordenadores, los cuadros…

Los gatos, seres adorados por los egipcios, encumbrados a la categoría de divinidad, esperaban relamiéndose su desayuno.

Y llegó. Ascen. Como siempre. Y el día después del día del fin del mundo no podía ser de otra manera. Llegaba con su cuidadora con las legañas del sueño plácido todavía en las pestañas. Con su cabellera a medio peinar y algunas revoltosas canas en su pelo moreno. Y sus ojos, grandes, hermosos, universales. Origen y espejo de la inocencia. Visión que te desarmaba de todas tus oscuridades, de todos tus desconciertos, de todos tus desastres cotidianos.

 

A veces se sienta junto a ti, tranquila, limpiándose con sus manos verdaderas los últimos resquicios del sueño.  Espera. Espera lo que sabe que tiene que esperar. No importa el tiempo de silencio. Sabe que ha de esperar y es lo que hace con una sonrisa tierna, pacífica. Expectante. A la espera de que Javaloyes asome  por la puerta que el cancerbero abrirá. Hasta que él aparece y ella sonríe, sonríe. Con una sonrisa que es luz, principio del amanecer, consumación de los buenos augurios. Él ni se percata y camina hacia el patio en busca de un cigarrillo. Ella le mira de reojo con sus ojos luz, ojos verde de hierba buena. Y esboza una sonrisa. “Quizás mañana me sonría, quizás mañana me vea, quizás mañana hable conmigo. Quizás mañana…”

 

El amor es un milagro misterioso

Viene cuando no se espera

El amor es un gato irritado

Que te come las entrañas

El amor es el pan necesario

Nunca acude cuando lo buscas

 

Ascen se me queda mirando con esos ojos que son todo luz, que son todo verdad. La inocencia sigue viviendo en medio del mundo y yo soy tu inmerecido testigo. Digo cosas incoherentes mientras él se aleja. Ella mira y mira y mira.

-Ascen, ¿qué has desayunado hoy?

Silencio

-Ascen, ¿qué vas a hacer hoy en clase?

Observación de su mirada

-Ascen, ¿dormiste ayer por la tarde o te pusiste a pintar?

Contestación:

 

-Ayer dormí casi toda la tarde. Tenía sueño y mi abuela se enfadó conmigo porque dice que no la dejo dormir por la noche.

-Pues no duermas por la tarde. Ve un poco la tele, sal a pasear con tu hermano, con tu madre.

Mirada. Mirada y respuesta.

-No puedo, no puedo. Tengo mucho sueño.

Fin de la conversación. Imposible cambiar un modo de ser  que es única, necesaria, intransferible. Tiene el don, la virtud de ser como es. Es tarde para cambiar. No sería ella. La Ascen que apreciamos, amamos. Sería otra, la que moldeáramos, modificáramos a nuestra conveniencia.

 

Estúpido argonauta; creer que tu voluntad

Sirve para cambiar conciencias, arrastrar,

Alterar rumbo de los hombres y los días

Bastante trabajo tienes con tratar de conocer

Tu identidad. Una lucha que te llevará todas tus horas

Y no perderte en ningún arrabal, arrastrándote,

Traicionándote a ti mismo.

 

Los amigos de Ascen se acercan poco a poco al recinto. Es una secuencia siempre igual, continuamente diferente. Pedro, de los primeros, con sus manos temblorosas que saben de muchas madrugás de soles y campos. Vicenta con su cigarrillo perenne en la boca y sus pequeños ojos escrutadores como buceando en el paisaje, en el paisanaje alguna falta, cierta indiscreción que justifique el desequilibrio del mundo, el transcurso intranquilo de las horas.

Abel y su hermano Caín para desterrar el fin de los días antiguos y el despertar de los nuevos. Tantos mitos gastados, manipulados. Tanta justificación de tanta sinrazón. Abel y su necesidad de romper las normas,  las costumbres horarias, los castigos consiguientes y sus penurias

 

económicas a la busca de un pitillico en el patio que le calmen tantas ansiedades, tantas noches de insomnio a la búsqueda de ángeles deportivos, improbables que le saquen de su hastío para desmostarse que es un hombre alto, joven, guapo, musculoso, digno de la admiración de usted, del género humano.  El Abel rebelde en desacuerdo permanente con las normas que le cuadriculan, le delimitan el hombre que aún no sabe que es, el hombre a la búsqueda de sí mismo entre tantos cafés y caladas y tantos escupitajos en el patio a la sombra de las hojas secas de la higuera.

Rafa y sus andares moderados, tranquilos como para no enfurecer el magma del mundo a sus pies. La necesidad de mirar con calma, de andar con calma, de observar el panorama circundante a distancia y que las cosas terribles no le afecten desde aquel extraño día que la enfermedad entró en su casa y ya no fue el mismo.

Rafa y su necesidad de escribir. De explicarse a sí mismo. Por qué está así. Hacia dónde quiere ir. Como una forma cualquiera de gobernar con palabras el mundo inabarcable, oceánico, subjetivo, indiferente. Rafa y sus poemas para enamorar a las mujeres de papel que no aparecen en la vida, las mujeres de carne de todos los días. Esas mujeres que toman café en las mismas cafeterías, conducen coches y hablan de sus hijos, novios, ex y que ocultan bajo su maquillaje de triunfo e independencia las ruinas de sus casas en penumbra, de flores marchitas y príncipes canallas que les negaron los sueños. Esas mujeres que le niegan a Rafa el amor correspondido en los tiempos de la comunicación virtual y el futuro incierto. Rafa sabe que sus poemas son verdaderos, que su mirada es limpia, que sus pasos son y serán fieles entre tanta barahúnda y baratillo de tazas, vasos, collares, pintalabios y tacones estilizados.

Miguel, el bueno de Miguel, el bohemio Miguel, con su música de guitarra y batería inventa otros mundos para perderse, donde el amor aún sea posible, donde la felicidad, esta palabra gastada por el manoseo de los tiempos recupere su valor primero, su sentido original, el fin para la que fue creada.

Miguel y su música. Miguel y su pintura. Un creador polifacético que quiere levantar su voz

 

en las edades de la indiferencia. Miguel aún cree que otro tiempo es posible, otros hombres son posibles donde los banqueros y los políticos sean personas y no instrumentos mercantiles al servicio del poder superior, el dinero del norte.

Pero aquel y ellos lo sabían era un día diferente. No era una jornada como las demás. Aquel era un encuentro de celebración, antes que vengan las navidades y cada uno las viva con su familia, en su casa. Aquel lugar, remanso del mundo rápido, también es su casa, su familia, su comunidad de amigos. 

El observador contempla la maravilla que se realizará a la altura de sus ojos. El observador sabe que no merece estar allí y menos después de haberse librado del fin del mundo y vivir un día después donde volverá a cometer sus fechorías.

Ellos, los benditos de la tierra, los ángeles sin alas con vaqueros y cigarro en la boca, aguardan en el patio el comienzo de la fiesta, preludio de la Navidad. Al toque de aviso de la directora entran en la sala preparada para la celebración.

Los ángeles se sientan y empieza el nombramiento y concesión de premios: al más simpático, a la más divertida, a la más colaboradora, al más deportista, al mejor compañero, a la mejor compañera, a la mejor cuidadora...

Ante ti, pobre observador, se despliega la alegría, la ilusión, la belleza, la ingenuidad del mundo cuando se ponía sus primeros zapatos de inocencia, de sencillez, de verdad sin dobleces. Tus ojos de pobre hombre en sueños hacen esfuerzos para llorar por dentro. No puede ser que sea espectador directo de la maravilla, del amor primero que todo lo cubre con su embeleso. Así es y te conviertes en espectador privilegiado.

Luego cantas, comer con ellos en el ágape, ríes, hablas, deseas, saludas, abrazas, besas, vuelves a reír y alguna que otra lágrima no puedes evitar que ruede por tus mejillas.

Y piensas que el Hacedor no puede permitir que haya un fin del mundo y su día después debe ser como éste, lleno de amor, alegría y esperanza.

 

Porque quizás no todo esté perdido.

 

 

 


 

 

Fin del mundo 

 

 

 
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